Una tarde de agosto recibí la llamada de Rajoy para formar gobierno. Coincidió que yo estaba jalando una hamburguesa más pequeña que las del cartel en el McDonald’s de la calle Uría de Oviedo. Me sobresaltó la llamada, y eso que el móvil estaba en modo vibración; en la pantalla apareció un verso alejandrino de números, un inequívoco teléfono perteneciente a la administración. Creyendo que me llamaban del centro de salud para informarme sobre los resultados de las analíticas realizadas -¿cáncer?, ¿SIDA?, ¿SIDA y cáncer?, ¿Cáncer de SIDA?-, supedité mi hambre ante las insistentes convulsiones del iPhone.
– ¿Diga? -conseguí soltar mientras dejaba que un trozo de pan con ketchup y carne como la suela de una zapatilla se deslizase esófago abajo.
– Eshto… Hola. Eh… Shí. ¿Esh Andrés?
– ¿Quién es, por favor? -inferí.
– ¿Andrésh Treceño?
– Sí, pero ¿quién es?
– Shoy Mariano Rajoy.
– ¿Cómo que Rajoy?
– Shí, shí, shé que reshulta complicado de creer.
– ¿Es una broma?
– Hombre, depende, ¿no? Todo esh broma, shalvo alguna cosha como eshta.
– Así que Rajoy, ¿eh? Bueno —no podía sino sospechar que alguien me estaba tomando el pelo, pero dejé que quienquiera que fuese interpretase su papel un rato más—, ¿y qué quiere?
– Formar gobierno.
– Pues a la cola, amigo. Porque…
– No, no, esh en sherio.
No es que tuviese la mosca detrás de la oreja; es que me parecía que zumbaba una aviación entera de ellas como si una vaca me hubiese cagado en la zona temporal del cráneo.
– Oye, estoy comiendo y son de mal gusto este tipo de bromas. Eres Kike, ¿verdad? ¿Es una puta broma?
– Shi fueshe quien ushted dice que shoy, ¿podría decirle eshto?
Lo que me «shushurró» a través del móvil es mejor que quede en el más oscuro y absoluto de los olvidos, en una plácida ignorancia con la que les voy a agraciar. Fue entonces cuando le creí y me empecé a tomar en serio la situación.
– Joder, pues sí que es usted Rajoy.
– Ya… ya le dije.
– Formar gobierno -apuré los últimos tragos del bote de refresco, esos instantes de succión que resuenan como una cafetera.
– Exacto. Que shi me quiere ayudar.
– A formar gobierno.
– Shí.
Y se hizo el «shilencio». En mi vida me habían propuesto sugerentes y extraños planes, actos, hechos y participaciones de diferente índole que quedaron sumidos en el indefectible «aparte» cuando el presidente del gobierno (en funciones, sí, pero presi) me propuso coaligarme con él para formar gobierno.
– ¿Y cómo funciona eso? -reanimé la conversación.
– Preshtándome shus votosh.
– Supongo que ignora usted que yo no estoy en el Congreso, ¿verdad? Que no tengo partido propio y que lo único mixto que conozco es el sándwich, no el grupo. Entenderá usted que lo que me propone es técnicamente imposible.
– Shí, pero verá, aquí el que maneja el cotarro shoy yo, ¿eh? Bueno, despuésh de Ángela, pero que aquí shoy yo el… y deshpuésh de Aznar, claro eshtá. Y que Barcenash, Shoraya… Bueno, que detrásh de todo eshtoy yo. Y que shi me da sush votosh, yo le hago ministro.
– Técnicamente imposible, ¿verdad?
– Técnicamente imposhible.
– ¿Cómo los quiere y cuántos?
– En shobre, losh que pueda mandarme.
– Dígame su dirección.
– 13, Rue de Génova. Muy amable.
Y colgó. Volvió el silencio, un silencio roto por la caja registradora y el crujido de las patatas Deluxe de los clientes de la mesa de al lado. Busqué un espejo en la pared y allí me encontré, desencajado, sudoroso y con una pápula de Ketchup en la comisura izquierda. No sé si sería el alto contenido calórico de la hamburguesa, la falta de sueño o la ingesta excesiva de cafés durante una semana, pero Rajoy me había llamado (eso creía) y me había propuesto formar gobierno, convertirme en ministro y todo ello por «mandarle votos por correo». ¿Qué votos? ¿Qué cojones? Fui al baño y me miré al espejo más de cerca. «Pupilas isocóricas», comprobé. «Taquicardia, pero eupnéico; algo sudoroso. Consciente y orientado en las tres esferas… Creo.» Tras la autoexploración, volví a la mesa y recogí la bandeja; esquivé a unos niños que se perseguían con globos en forma de espada, salí del establecimiento y me dejé llevar por la corriente de anónimos que llenaban la calle Uría. Sin saber qué dirección tomar, me quedé parado, con la vista clavada en el suelo, recreándome en la conversación de antes, también llamada delirio. O no. Miré el móvil; en llamadas recibidas, el número largo, la sucesión aleatoria de cifras. De repente, una notificación en forma de pestaña: un mensaje.
«Andrés, shé fuerte».
Mi psiquiatra.